Boulevard Magazine
Álvaro Arbina
Viajamos en el tiempo hasta la Guerra de la Indepencia
Radio Euskadi
Ponemos rumbo a 1807 para hablar de la vida en Álava tras el desembarco de las tropas francesas.
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La Guerra de la Independencia. Wikipedia
10:36 min
Álvaro Arbina relata en "Boulevard Magazine" de Radio Euskadi lo acontecido en noviembre 1807, cuando Álava acogió una avalancha de tropas francesas.
Cuando Carlos IV, rey de España, y sus más allegados asesores, firmaron el Tratado de Fontainebleau con el Emperador francés, todo el mundo creyó que era por el bien de la nación. A pesar de ello, cuando asomaron los primeros rumores de la inminente llegada de las tropas francesas, la gente comenzó a presentir con resquemor, curiosidad e incluso miedo los inminentes acontecimientos. La ciudad se vio tan afectada que se paralizaron las obras más importantes de la época, como la reforma del Hospital de Santiago.
Todos los vitorianos, confundidos, inquietos y excitados al mismo tiempo, veían atravesar sus calles por miles de soldados franceses a bandera desplegada con destino a Portugal. Según el Tratado de Fontainebleau, mientras las tropas se alojaran en suelo español éstas deberían ser alimentadas y mantenidas a costa de los nativos.
Al principio aquello no preocupó demasiado a la gente, pero no pasó demasiado tiempo antes de que la extraña situación empezara a adquirir tintes más oscuros. Con la primera avalancha de soldados, quedaron acampados en Vitoria y sus inmediaciones, más de seis mil hombres al mando de un conde francés llamado Verdier. La población local rondaba los ocho mil.
Imaginémonos ahora a los habitantes de una aldea, en pleno corazón de la llanada. Jamás han visto a un francés, los sitúan más allá de los Pirineos, esa cadena montañosa que tampoco han visto. Poco a poco, en suave goteo, les llegaban rumores de pesquisas, de saqueos, de violaciones, de aldeas rodeadas de campamentos imperiales, de una ciudad infestada de soldados.
Imaginémonos su vida, recluida en el trabajo del campo, sin ver más allá que sus fanegas de trigo, sus colinas verdosas, sus bosques donde hacen carboneras. Su mayor acontecimiento es el día en el que acuden al mercado, en Vitoria, para vender el carbón a los almacenistas, a cambio de un puñado de reales que gastar en los alimentos que no da la tierra. Imaginemos su sorpresa al descubrir las calles infestadas de soldados, de casacas azules, avanzando entre la gente con el fusil al hombro. Observemos ese infante francés de rasgos anchos y aliento a aguardiente, que le exige, en un castellano ininteligible, el cobro de un arancel. El tumulto surgido a lo lejos, entre la multitud que se abre ante el rosario funesto de los franciscanos, expulsados de su convento, convertido en campo de tiro, en almacén, en hospital de campaña.
Algunos de ellos acabarían echándose al monte para combatir al francés mediante la guerrilla. Había soldados de pura sangre, veteranos de la anteriores guerras, algunos por férreos principios, otros por nostalgia del combate; jóvenes con hambre de aventura y alentados por la inevitable mitificación de la guerra; deshonrados y victimas sedientas de venganza, perezosos que buscaban no trabajar, desertores, bandidos, ladrones y asesinos que encontraban en la milicia un lugar donde poder saciar su espíritu delictivo; y por último, los más perdidos, que en realidad eran la mayoría, alistados porque iban los demás.
Muchos de ellos combatirían en la famosa batalla de Vitoria en 1813 que supondría el principio del fin para el Imperio de Napoleón. La batalla se desarrolló en la llanada, a lo largo de 23 km. Las tropas estaban diseminadas y avanzaban en la noche, no tenían noticias de lo que sucedía en otros flancos, de vez en cuando oían estruendos de cañones y descargas lejana de fusilaría.